Materiales para 5to y 6to

Materiales 6 to. LA REVOLUCIÓN MUNDIAL

Después de la revolución francesa ha tenido lugar en Europa una revolución rusa, que una vez más ha enseñado al mundo que incluso los invasores más fuertes pueden ser rechazados cuando el destino de la patria está verdaderamente en manos de los pobres, los humildes, los proletarios y el pueblo trabajador. Del periódico mural de la / 9 Brigata Ensebio Giambone de los partisanos italianos, Í944 (Pavone, 1991, p. 406)


La revolución fue hija de la guerra del siglo xx: de manera particular, la revolución rusa de 1917 que dio origen a la Unión Soviética. La guerra por sí sola no desencadena inevitablemente la crisis, la ruptura y la revolución en los países en conflicto. Sin embargo, el peso de la guerra total del siglo xx sobre los estados y las poblaciones involucrados en ella –especialmente para los vencidos- fue tan abrumador que los llevó al borde del abismo. Sólo Estados Unidos salió de las guerras mundiales intactas y hasta más fuertes. En todos los demás países el fin de los conflictos desencadenó agitación.
En 1918, los cuatro gobernantes de los países derrotados (Alemania, Austria-Hungría, Turquía y Bulgaria) perdieron el trono, además del zar de Rusia, que ya había sido derrocado en 1917, después de ser derrotado por Alemania. Por otra parte, los disturbios sociales, que en Italia alcanzaron una dimensión casi revolucionaria, también sacudieron a los países beligerantes europeos del bando vencedor.
Parecía que sólo hacía falta una señal para que los pueblos se levantaran a sustituir el capitalismo por el socialismo, transformando los sufrimientos sin sentido de la guerra mundial en un acontecimiento de carácter más positivo. Fue la revolución rusa —o, más exactamente, la revolución bolchevique— de octubre de 1917 la que lanzó esa señal al mundo, convirtiéndose así en un acontecimiento tan crucial para la historia de este siglo como lo fuera la revolución francesa de 1789 para el devenir del siglo xix.
La revolución de octubre originó el movimiento revolucionario de mayor alcance que ha conocido la historia moderna. Su expansión mundial no tiene parangón desde las conquistas del islam en su primer siglo de existencia. Sólo treinta o cuarenta años después de que Lenin llegara a la estación de Finlandia en Petrogrado, un tercio de la humanidad vivía bajo regímenes que derivaban directamente de «los diez días que estremecieron el mundo» (Reed, 1919) y del modelo organizativo de Lenin, el Partido Comunista. La mayor parte de esos regímenes se ajustaron al modelo de la URSS en la segunda oleada revolucionaria que siguió a la conclusión de la segunda fase de la larga guerra mundial de 1914-1945.

Durante una gran parte del siglo xx, el comunismo soviético pretendió ser un sistema alternativo y superior al capitalismo, destinado por la historia a superarlo. Y durante una gran parte del período, incluso muchos de quienes negaban esa superioridad albergaron serios temores de que resultara vencedor. En efecto, la revolución de octubre se veía a sí misma, más incluso que la revolución francesa en su fase jacobina, como un acontecimiento de índole ecuménica –universal- más que nacional. Su finalidad no era instaurar la libertad y el socialismo en Rusia, sino llevar a cabo la revolución proletaria mundial. A los ojos de Lenin y de sus camaradas, la victoria del bolchevismo en Rusia era ante todo una batalla en la campaña que garantizaría su triunfo a escala universal, y esa era su auténtica justificación.

Cualquier observador atento del escenario mundial comprendía desde 1870 que la Rusia zarista estaba madura para la revolución, que la merecía y que una revolución podía derrocar al zarismo. Y desde que en 1905-1906 la revolución pusiera de rodillas al zarismo, nadie dudaba ya de ello. De hecho, apenas se había recuperado el régimen zarista de la revolución de 1905 cuando, indeciso e incompetente como siempre, se encontró una vez más acosado por una oleada creciente de descontento social. Durante los meses anteriores al comienzo de la guerra, el país parecía una vez más al borde de un estallido, sólo conjurado por la sólida lealtad del ejército, la policía y la burocracia. Como en muchos de los países beligerantes, el entusiasmo y el patriotismo que embargaron a la población tras el inicio de la guerra enmascararon la situación política, aunque en el caso de Rusia no por mucho tiempo. En 1915, los problemas del gobierno del zar parecían de nuevo insuperables.
La revolución de febrero de 1917 – primera etapa-, que derrocó a la monarquía rusa, fue un acontecimiento esperado, recibido con júbilo por toda la opinión política occidental, si se exceptúan los más furibundos reaccionarios tradicionalistas. Pero también daba todo el mundo por sentado que la revolución rusa no podía ser, y no sería, socialista. No se daban las condiciones para una transformación de esas características en un país agrario marcado por la pobreza, la ignorancia y el atraso y donde el proletariado industrial, que Marx veía como el enterrador predestinado del capitalismo, sólo era una minoría minúscula, aunque gozara de una posición estratégica. El derrocamiento del zarismo y del sistema feudal sólo podía desembocar en una «revolución burguesa». La lucha de clases entre la burguesía y el proletariado (que, según Marx, sólo podía tener un resultado) continuaría, pues, bajo nuevas condiciones políticas. Al final de la primera guerra mundial parecía que eso era precisamente lo que iba a ocurrir.
Sólo existía una complicación. Si Rusia no estaba preparada para la revolución socialista proletaria que preconizaba el marxismo, tampoco lo estaba para la «revolución burguesa» liberal. Parecían existir dos posibilidades: o se implantaba en Rusia un régimen burgués-liberal con el levantamiento de los campesinos y los obreros bajo la dirección de unos partidos revolucionarios que aspiraban a conseguir algo más, o —y esta segunda hipótesis parecía más probable— las fuerzas revolucionarias iban más allá de la fase burguesa-liberal hacia una «revolución permanente» más radical. En 1917, Lenin, que en 1905 sólo pensaba en una Rusia democrático-burguesa, llegó desde el principio a una conclusión realista: no era el momento para una revolución liberal. Sin embargo, veía también, como todos los demás marxistas, rusos y no rusos, que en Rusia no se daban las condiciones para la revolución socialista. Los marxistas revolucionarios rusos consideraban que su revolución tenía que difundirse hacia otros lugares.

A pesar de todo, las sociedades de la Europa en guerra comenzaron a tambalearse bajo la presión extraordinaria de la guerra en masa. La exaltación inicial del patriotismo se había apagado y en 1916 el cansancio de la guerra comenzaba a dejar paso a una intensa y callada hostilidad ante una matanza aparentemente interminable e inútil a la que nadie parecía estar dispuesto a poner fin. El sentimiento antibelicista reforzó la influencia política de los socialistas, que volvieron a encarnar progresivamente la oposición a la guerra que había caracterizado sus movimientos antes de 1914. No ha de sorprender tampoco que, especialmente después de que la revolución de octubre instalara a los bolcheviques de Lenin en el poder, se mezclaran los deseos de paz y revolución social.

Rusia, madura para la revolución social, cansada de la guerra y al borde de la derrota, fue el primero de los regímenes de Europa central y oriental que se hundió bajo el peso de la primera guerra mundial. La explosión se esperaba, aunque nadie pudiera predecir en qué momento se produciría. Pocas semanas antes de la revolución de febrero, Lenin se preguntaba todavía desde su exilio en Suiza si viviría para verla. De hecho, el régimen zarista sucumbió cuando a una manifestación de mujeres trabajadoras (el 8 de marzo, «día de la mujer», que celebraba habitualmente el movimiento socialista) se sumó el cierre industrial en la fábrica metalúrgica Putilov, cuyos trabajadores destacaban por su militancia, para desencadenar una huelga general y la invasión del centro de la capital, cruzando el río helado, con el objetivo fundamental de pedir pan. La fragilidad del régimen quedó de manifiesto cuando las tropas del zar, incluso los siempre leales cosacos, dudaron primero y luego se negaron a atacar a la multitud y comenzaron a fraternizar con ella. Cuando se amotinaron, después de cuatro días caóticos, el zar abdicó, siendo sustituido por un «gobierno provisional» que gozó de la simpatía e incluso de la ayuda de los aliados occidentales de Rusia, temerosos de que su situación desesperada pudiera inducir al régimen zarista a retirarse de la guerra y a firmar una paz por separado con Alemania. Cuatro días de anarquía y de manifestaciones espontáneas en las calles bastaron para acabar con un imperio.

Por consiguiente, lo que sobrevino no fue una Rusia liberal y constitucional occidentalizada y decidida a combatir a los alemanes, sino un vacío revolucionario: un impotente «gobierno provisional» por un lado y, por el otro, una multitud de «consejos» populares (soviets) que surgían espontáneamente en todas partes. Los soviets tenían el poder (o al menos el poder de veto) en la vida local, pero no sabían qué hacer con él ni qué era lo que se podía o se debía hacer. Los diferentes partidos y organizaciones revolucionarios —bolcheviques y mencheviques socialdemócratas, social revolucionario y muchos otros grupos menores de la izquierda, que emergieron de la clandestinidad— intentaron integrarse en esas asambleas para coordinarlas y conseguir que se adhirieran a su política, aunque en un principio sólo Lenin las consideraba como una alternativa al gobierno («todo el poder para los soviets»).
A pesar de los diferentes programas de los partidos revolucionarios la exigencia básica de la población más pobre de los núcleos urbanos era conseguir pan, y la de los obreros, obtener mayores salarios y un horario de trabajo más reducido. Y en cuanto al 80 por 100 de la población rusa que vivía de la agricultura, lo que quería era, como siempre, la tierra. Todos compartían el deseo de que concluyera la guerra. El lema «pan, paz y tierra» suscitó cada vez más apoyo para quienes lo propugnaban, especialmente para los bolcheviques de Lenin, cuyo número pasó de unos pocos miles en marzo de 1917 a casi 250.000 al inicio del verano de ese mismo año. La gran cualidad de Lenin y los bolcheviques fue el conocimiento de lo que querían las masas, lo que les indicaba cómo tenían que proceder. En cambio, el gobierno provisional y sus seguidores fracasaron al no reconocer su incapacidad para conseguir que Rusia obedeciera sus leyes y decretos.
El afianzamiento de los bolcheviques —que en ese momento constituía esencialmente un partido obrero— en las principales ciudades rusas, especialmente en la capital, Petrogrado, y en Moscú, y su rápida implantación en el ejército, entrañó el debilitamiento del gobierno provisional. El sector más radicalizado de sus seguidores impulsó entonces a los bolcheviques a la toma del poder. En realidad, llegado el momento, no fue necesario tomar el poder, sino simplemente “ocuparlo” en octubre de 1917. El gobierno provisional, al que ya nadie defendía, se disolvió como burbuja en el aire.

El nuevo régimen se mantuvo. Sobrevivió a una dura paz impuesta por Alemania en Brest-Litovsk, unos meses antes de que los propios alemanes fueran derrotados, y que supuso la pérdida de Polonia, las provincias del Báltico, Ucrania y extensos territorios del sur y el oeste de Rusia. Por su parte, diversos ejércitos y regímenes contrarrevolucionarios («blancos») se levantaron contra los soviets, financiados por los aliados, que enviaron a suelo ruso tropas británicas, francesas, norteamericanas, japonesas, polacas, serbias, griegas y rumanas. En los peores momentos de la brutal y caótica guerra civil de 1918-1920, la Rusia soviética quedó reducida a un núcleo cercado de territorios en el norte y el centro, entre la región de los Urales y los actuales estados del Báltico, además del pequeño apéndice de Leningrado, que apunta al golfo de Finlandia. Así pues, y contra lo esperado, la Rusia soviética sobrevivió. Los bolcheviques extendieron su poder y lo conservaron a lo largo de varios años de continuas crisis y catástrofes: la conquista de los alemanes y la dura paz que les impusieron, las secesiones regionales, la contrarrevolución, la guerra civil, la intervención armada extranjera, el hambre y el hundimiento económico.

La primera reacción occidental ante el llamamiento de los bolcheviques a los pueblos para que hicieran la
paz —así como su publicación de los tratados secretos en los que los aliados habían decidido el destino de Europa— fue la elaboración de los catorce puntos del presidente Wilson, en los que se jugaba la carta del nacionalismo contra el llamamiento internacionalista de Lenin. Se iba a crear una zona de pequeños estados nacionales para que sirvieran a modo de cordón sanitario contra el virus rojo – revolución bolchevique-

La revolución mundial que justificaba la decisión de Lenin de implantar en Rusia el socialismo no se produjo y ese hecho condenó a la Rusia soviética a sufrir, durante una generación, los efectos de un aislamiento que acentuó su pobreza y su atraso. Las opciones de su futuro desarrollo quedaban así determinadas, o al menos fuertemente condicionadas. Sin embargo, una oleada revolucionaria barrió el planeta en los dos años siguientes a la revolución de octubre y las esperanzas de los bolcheviques, prestos para la batalla, no parecían irreales. En todos los lugares donde existían movimientos obreros y socialistas se produjeron movilizaciones, incluso más allá. Hasta los trabajadores de las plantaciones de tabaco de Cuba, muy pocos de los cuales sabían dónde estaba Rusia, formaron «soviets». En España, al período 1917- 1919 se le dio el nombre de «bienio bolchevique», aunque la izquierda española era profundamente anarquista, que es como decir que se hallaba en las antípodas políticas de Lenin. Sendos movimientos estudiantiles revolucionarios estallaron en Pekín (Beijing) en 1919 y en Córdoba (Argentina) en 1918, y desde este último lugar se difundieron por América Latina generando líderes y partidos marxistas revolucionarios locales. En los Estados Unidos, los finlandeses, que durante mucho tiempo fueron la comunidad de inmigrantes más intensamente socialista, se convirtieron en masa al comunismo, multiplicándose en los inhóspitos asentamientos mineros de Minnesota las reuniones «donde la simple mención del nombre de Lenin hacía palpitar el corazón... En medio de un silencio místico, casi en un éxtasis religioso, admirábamos todo lo que procedía de Rusia».
Mientras tanto, en Alemania los marineros revolucionarios pasearon el estandarte de los soviets de un extremo al otro, donde la ejecutiva de un soviet de obreros y soldados de Berlín nombró un gobierno socialista de Alemania, donde pareció que coincidirían las revoluciones de febrero y octubre, cuando la abdicación del emperador dejó en manos de los socialistas radicales el control de la capital. Pero fue tan sólo una ilusión, que hizo posible la parálisis total, aunque momentánea, del ejército, el estado y la estructura de poder bajo el doble impacto de la derrota total y de la revolución. Al cabo de unos días, el viejo régimen estaba de nuevo en el poder, en forma de república, y no volvería a ser amenazado seriamente por los socialistas, que ni siquiera consiguieron la mayoría en las primeras elecciones, aunque se celebraron pocas semanas después de la revolución. Menor aún fue la amenaza del Partido Comunista recién creado, cuyos líderes, Karl Liebknecht y Rosa Luxemburg, fueron asesinados por pistoleros a sueldo del ejército. En Hungría, también estalló, en el mismo año, un movimiento revolucionario dirigido por comunistas y socialistas. Se llego a formar un gobierno de los soviets, pero la intervención de Francia y Rumania puso fin a esta experiencia.
Aunque el año 1919, el de mayor inquietud social en Occidente, contempló el fracaso de los únicos intentos de propagar la revolución bolchevique, y a pesar de que en 1920 se inició un rápido reflujo de la marea revolucionaria, los líderes bolcheviques de Moscú no abandonaron, hasta bien entrado 1923, la esperanza de ver una revolución en Alemania y en el frente Occidental.
Con la llegada de Stalin en el poder -1924- se estableció la disyuntiva entre la URSS, como un estado que necesitaba coexistir con otros estados —comenzó a obtener reconocimiento internacional como régimen político a partir de 1920—, o el movimiento comunista, cuya finalidad era la subversión y el derrocamiento de todos los demás gobiernos.
En último extremo, prevalecieron los intereses de estado de la Unión Soviética sobre los afanes de revolución mundial de la Internacional Comunista, a la que Stalin redujo a la condición de un instrumento al servicio de la política del estado soviético bajo el estricto control del Partido Comunista soviético, purgando, disolviendo y transformando sus componentes según su voluntad. La revolución mundial pertenecía a la retórica del pasado. En realidad, cualquier revolución era tolerable con tal de que no fuera en contra de los intereses del estado soviético y de que éste pudiera controlarla.
De este modo, en la URSS se sabía desde hacía mucho tiempo que la transformación de la humanidad no sobrevendría gracias a una revolución mundial inspirada por Moscú. Durante los largos años de ocaso de la era Brezhnev se desvaneció incluso la sincera convicción de Nikita Kruschev de que el socialismo «enterraría» al capitalismo en razón de su superioridad económica. Pero esas dudas no asaltaban a la primera generación de aquellos a los que la brillante luz de la revolución de octubre inspiró a dedicar sus vidas a la revolución mundial.
En suma, la revolución de octubre fue reconocida universalmente como un acontecimiento que conmovió al mundo. Las repercusiones indirectas de la era de insurrecciones posterior a 1917 han sido tan profundas como sus consecuencias directas.

Historia del siglo XX. Eric Hobsbawm

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